Este es el tercer artículo de una serie que estoy haciendo sobre las redes sociales, la tecnología que está transformando el mundo.
Jonathan Haidt, uno de los psicólogos sociales más importantes de nuestro tiempo, escribió en mayo de este año, en la revista The Atlantic, un artículo que probablemente se convierta en un clásico. Lo tituló: Por qué los últimos diez años en EE.UU. han sido singularmente estúpidos. En él, Haidt apunta directamente a Facebook, Twitter y otras redes sociales como los principales causantes del deterioro de la democracia que está sufriendo EE.UU y Occidente desde hace una década. ¿Es el psicólogo estadounidense un agorero del fin del mundo? ¿Son las redes sociales el origen del conflicto social y político que estamos sufriendo? Vamos a verlo.
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Por qué debemos escucharle
La preocupación de Jonathan Haidt por la política y su particular psicología viene de lejos.
En 2012 publicó La mente de los justos, un libro iluminador donde argumenta cómo la emoción y la intuición, más que el razonamiento, guían la moral, y por qué distintos grupos políticos tienen concepciones tan diferentes de lo que es correcto e incorrecto.
En 2015 publicó un artículo en el Washington Post en el que exponía las 10 causas de que la política estadounidense estuviese rota. Entre las 10 causas todavía no señaló a las redes sociales.
En 2018 publicó La transformación de la mente moderna. En este libro, se ocupa de la polarización política en los campus universitarios y sus efectos en la salud mental.
Es en 2019 cuando empieza a vislumbrar los efectos perniciosos que de las redes sociales y crea un documento colaborativo para reunir estudios científicos al respecto. Ese mismo año, publica en The Atlantic un artículo titulado El lado oscuro de la psicología de las redes sociales.
Te cuento todo esto para que veas que Haidt no es un crítico social más, enfadado con las nuevas tecnologías, que ha decidido despotricar contra las redes sociales en un periódico. Es un científico, con docenas de estudios publicados, dos libros que son un referente de la psicología política y que es reconocido por sus colegas como uno de los referentes en su campo.
¿La democracia en peligro?
Según Freedom House, una ONG que estudia la libertad y la democracia en el mundo, los últimos 15 años han sido un duro golpe para las democracias. Después de décadas mejorando, 2006 fue un punto de inflexión en el que la libertad fue perdiendo posiciones hasta hoy.
No te ofrezco estos datos porque piense que la pérdida de libertades se debe a las redes sociales. De hecho, en el artículo que publicó Haidt en 2015, en el que hablaba concretamente de la mala situación de la política en USA, exponía diez causas que nada tenían que ver con las redes sociales. Sin embargo, el escritor americano cada vez parece más convencido de que en la última década las redes están echando más leña al fuego.
2009, el año en que todo cambió
Haidt establece el año 2009 como un antes y un después en las redes sociales. Hasta entonces, Facebook y otras plataformas habían sido un lugar para compartir lo que estabas haciendo con amigos y familiares. Entrabas en tu cuenta y veías fotos de la boda de tu primo, el viaje de tu amigo Jose y ese tipo de cosas. Es decir, era un lugar para conectar online. ¿Y qué pasó en 2009? Facebook incluyó el botón “Me gusta”. Esta nueva función, aparentemente inocua, lo cambió todo.
Los seres humanos nos movemos por incentivos y uno de los más poderosos es la necesidad de aceptación por parte de los demás. Es puro instinto de supervivencia. Cuando Facebook dio luz verde al botón “Me gusta”, creó un sistema de recompensas y castigos que no tiene nada que envidiar a la caja de skinner. Según el psicólogo americano, las personas pasaron de usar Facebook para conectarse entre sí a usarlo para conseguir estatus y notoriedad.
Por otro lado, Facebook usó los datos recogidos por esta nueva funcionalidad para dar visibilidad a aquellos posts que gustaban más y se compartían mucho. Poco después Twitter añadió el botón para retuitear.
Uno de los ingenieros de Twitter que había trabajado en el botón para retuitear dijo más tarde que se arrepentía de su contribución, porque había convertido Twitter en un lugar más desagradable. Al ver cómo se iban formando turbas en la red social a través de la nueva herramienta, se dijo para sus adentros: «Acabamos de entregarle un arma cargada a un niño de cuatro años«.
Con estas nuevas características las plataformas podían saber qué contenidos gustaban más y darles mayor repercusión. Nació el fenómeno de la viralidad a lo bestia. Cualquier hijo de vecino con suerte podía tener su momento de gloria compartiendo cualquier tontería. Podríamos pensar que estas funciones también tienen su lado positivo porque dan visibilidad a gente que nunca la habría tenido. Y en parte es cierto, pero el problema es que muchos de los contenidos que se viralizan suelen ser memes, mensajes de odio, noticias sensacionalistas y fotos de gatitos. Nada muy constructivo.
Un parque de atracciones de bullies, radicales e histéricos
Los radicales y los histéricos empezaron a tener más visibilidad de la que nunca habrían imaginado. Un estudio de la universidad de NY concluyó que los mensajes altamente moralizantes suelen tener más difusión en redes sociales. El poder que dieron las redes sociales a las minorías radicales fue una de esas consecuencias inesperadas que seguramente las grandes tecnológicas no tuvieron en cuenta. Ahora, los paladines de la justicia tenían el lugar perfecto para demostrar su virtuosismo, atacar a sus enemigos y castigar a los traidores.
Una de las características de estos grupos minoritarios es que son muy homogéneos. Presumiblemente porque al igual que castigan a sus enemigos, también castigan a cualquiera de los suyos que pretenda cuestionar el dogma. Quiero resaltar que son una minoría. Lo cual, lo hace más fastidioso, porque unos pocos dictan lo que se puede decir y lo que no se puede decir. Yo me los imagino como los policías del pensamiento de la novela 1984 de George Orwell.
Los bullies y los exaltados, personas que serían repudiadas en un centro de trabajo o en un grupo de amigos, en redes tenían la sartén por el mango. Y todo, sin consecuencias. Cito a Haidt:
“A través de ocho estudios, Bor y Petersen descubrieron que la presencia online no hacía a la gente más agresiva u hostil, sino que permitía que un pequeño número de personas agresivas atacaran a un conjunto mucho mayor de víctimas. Incluso un pequeño número de cretinos podía dominar los foros de debate, según los hallazgos de Bor y Peterson, porque es muy fácil que a quienes no son unos cretinos se les quiten las ganas de participar en los debates políticos”
Las redes sociales tienen otra característica que las convierte en un caldo de cultivo de haters y trolls: la anonimidad. La impunidad del troll es casi total; lo peor que le puede pasar a uno de estos personajillos es que le baneen la cuenta y que tenga que crearse una nueva.
La cultura de la cancelación
El apogeo de este tipo de comportamientos pudo verse en los movimientos del #Meetoo y Ocupa Wall Street. Fue entonces cuando se pudo ver en directo lo mejor y lo peor de las redes sociales. Lo fácil que era visibilizar un problema, y lo fácil que era a su vez convertir ese destape en un linchamiento público. Esta es la, tristemente de moda, cultura de la cancelación. La cancelación no daña físicamente, por eso nadie ha tomado medidas todavía.
Sin embargo, la repercusión psicológica que puede tener es devastadora. Algunas personas han perdido sus empleos porque sus empresas tienen miedo a que carguen contra ellas y otras han acabado con su vida tras una humillación social insoportable. La situación es tan preocupante que 100 intelectuales (Steven Pinker, Malcolm Gladwell, Francis Fukuyama y el propio Jonathan Haidt entre ellos) publicaron una carta de denuncia en la revista Harper’s en 2020.
Se tardaron siglos en crear sistemas judiciales garantistas que diesen al acusado la presunción de inocencia. Hoy las redes sociales se han convertido en el jurado popular que nadie ha designado. Un jurado sin pruebas, sin formación, sin deliberación y sin responsabilidad. No nos engañemos, esto no es nuevo. Antes de las redes ya había juicios públicos, pero solo los grandes medios tenían ese poder. Ahora la masa furibunda se ha convertido en el nuevo justiciero. Cito a Haidt.
“Cuando nuestra plaza pública se rige por la dinámica de las turbas, sin ninguna garantía procesal que la controle, no obtenemos justicia e inclusión. Obtenemos una sociedad que ignora el contexto, la proporcionalidad, la misericordia y la verdad.”
Este nuevo poder está consiguiendo lo que antes sólo habían conseguido los estados teocráticos fundamentalistas y las repúblicas bananeras… que la gente tenga cada vez más miedo a hablar con libertad. La mayor parte de las personas no quiere problemas. Si sienten que tienen que pensar en cada cosa que van a decir para no meter la pata, entonces no dirán nada. Y la cuestión es que no meter la pata es imposible. Con la suficiente difusión, siempre habrá un grupo ofendido armado con sus smartphones para “ponerte en su sitio”.
Una anécdota personal
Te contaré una anécdota. El fin de semana pasado publiqué un tuit. Uno de tantos. Era la cosa más inocente que te puedas imaginar: una línea del tiempo de la historia de la filosofía. La ví en una página y me pareció muy chula, así que la compartí, sin más. Lo que pasó durante las siguientes 48 horas me dejó con la boca abierta. La infografía gustó entre mis seguidores, así que empezó a viralizarse. Supongo que en algún momento Twitter empezó a mostrar el tuit a perfiles que no me siguen, pero que están interesados en la filosofía.
A las pocas horas, personas y pseudónimos que no me sonaban de nada comenzaron a corregirme de una forma bastante poco amable. Al parecer, para algunos faltaban filósofos medievales, otros echaban en falta mujeres filósofas y otros simplemente creían que yo era tonto y subnormal por haber compartido semejante mierda de gráfica. Algunos, no contentos con corregirme, compartían mi tuit a sus seguidores con la intención de ridiculizarme. Queriendo o sin querer, esto provocaba un efecto llamada y algunos de sus seguidores les imitaban echando más leña al fuego.
Hubo un momento que la cosa me superó y me puse a silenciar y bloquear perfiles, hasta que quité la opción de responder al tuit. En este momento tiene 1200 “me gusta” y 500 retuits. Como ves, no es gran cosa. No quiero ni imaginarme cómo se sentirá la gente que recibe odio de cientos de personas cada uno de los días del año. Simplemente no estamos preparados psicológicamente para eso. Aunque todas esas personas sean completos desconocidos, nuestro cerebro no dice: “bah! me importa un pito, si ni los conozco”. Lo que dice es algo parecido a esto: “vaya, ¿qué he hecho? ¿por qué la gente me odia?”.
No me extraña que muchos decidan cerrar su cuenta de Twitter o prefieran mantener la boca callada. Este incentivo perverso, en el que los bullies tienen toda la atención y los moderados se quedan en los márgenes, me recuerda a los incentivos que generan las dinámicas de los partidos, en los que los que los ansiosos de poder prosperan mientras que los que buscan hacer buena política se quedan por el camino.
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El silencio de la verdad
Pero más allá de Twitter están ocurriendo sucesos preocupantes. En EE.UU el problema de censura que hay en las universidades es distópico. Profesores a los que los alumnos impiden dar una conferencia, estudios científicos que las revistas no quieren publicar porque son ofensivos, etc. Si te interesa este tema, en el libro La masa enfurecida de Douglas Murray encontrarás ejemplos escalofriantes. Cuando los centros del saber y la cultura son tomados por ofendiditos y adalides de la moral, el que sale perdiendo es el conocimiento. Si los investigadores, profesores, directores de museos y directores de cine tienen miedo a que les censuren, dejarán de entregarnos algunos de sus mejores frutos; frutos que quizás sean amargos para algunos, pero que son necesarios para nutrir el progreso.
A estas alturas del artículo quizás te preguntes qué tiene que ver todo esto con la destrucción de las democracias…
Los pilares de la democracia
Los sociólogos han identificado al menos tres grandes fuerzas que en conjunto logran unir a las democracias: el capital social (grandes redes de contactos sociales con altos niveles de confianza), unas instituciones fuertes e historias comunes. Según Jonathan Haidt, las redes sociales han debilitado las tres.
En el barómetro de la confianza de Edelman del año 2022, España está en el puesto número 22 y USA en el 24. En lo más alto del ranking se encuentran China, Emiratos Árabes y Arabia Saudita con casi el doble de puntos que España. O sea, que en autocracias como China y Emiratos Árabes, los ciudadanos confían mucho más en sus instituciones que en democracias liberales como España y USA.
Algunos estudios académicos recientes apuntan que las redes sociales son corrosivas para la confianza en los gobiernos, los medios informativos, las personas y las instituciones en general. Esto, al parecer, pasa principalmente en países avanzados. En países menos democráticos, las redes sociales pueden tener efectos positivos.
El ex-analista de la CIA Martin Gurri predijo esta fractura en su libro de 2014 The Revolt of the Public. Gurri centró su análisis en el debilitamiento de la autoridad como consecuencia del crecimiento exponencial de la información, que empezó con internet en la década de 1990. Gurri lo escribió hace casi una década, pero ya entonces supo ver el poder de las redes sociales para debilitar las instituciones. Señaló el nihilismo de muchos de los movimientos de protesta de 2011 (que se organizaron en su mayor parte online) y que, como Occupy Wall Street, exigían la destrucción de las instituciones existentes sin proponer una visión de futuro alternativa.
La polarización
En su artículo en The Atlantic, Jonathan Haidt se lamenta de que en el pasado los ciudadanos de EEUU remaban todos en la misma dirección. Había pocos medios de comunicación y la mayor parte de los estadounidenses bebían de la misma fuente y compartían una historia común. Tener un enemigo común: la URSS, también fomentó el juego de equipo.
Sin embargo, en esta última década, la historia común que les unía se ha fragmentado en miles de pedazos, cada uno de ellos habitado por un pequeño grupo que se encierra en su propia realidad. Muchos analistas han llamado a este fenómeno burbujas informativas. Las redes sociales y sus algoritmos son expertos en alimentarte con información a tu medida y, en consecuencia, cada vez estás menos abierto a otros puntos de vista. En definitiva, alimentan tu sesgo de confirmación. De todos modos debemos ser precavidos con estas conclusiones porque diversos estudios sugieren que las RRSS te exponen a más información diversa que si no las usases. Sin embargo, no son estímulos integradores, que inviten a reflexionar y matizar tus ideas, más bien te hacen replegarte cual bicho bola en tus ideas preexistentes.
La polarización no es solo fruto de las redes sociales. Antes del año 2000, en EEUU ya existían canales de la televisión por cable capaces de darle a cada uno lo suyo, pero las RRSS han ahondado el problema convirtiendo la fragmentación en microfragmentación.
Ahora los políticos están más fiscalizados que nunca. Esto podría parecer bueno, pero quizás no lo sea tanto. La polarización política y la de las redes sociales podrían estar retroalimentandose. El político del partido azul se comporta tal y como su tribu querría. Si no lo hace, será castigado de inmediato. Si colabora con el partido rojo quizás le acosen por Twitter. Será mejor no sacar el pie del tiesto y hacer lo que se supone que tienen que hacer. Dado que las turbas las incitan los radicales, el político de turno acaba postrado de rodillas frente a los más extremistas de sus votantes. La polarización política no es un fenómeno de la era de las redes; ya existía antes, pero parece que las RRSS la han catapultado.
Fuente V-Dem
Fuente PEW Researchs
Soluciones
Haidt piensa que debemos fortalecer nuestras instituciones para que resistan la desafección, la polarización y el resentimiento de la población. Los problemas no van a desaparecer de un día para otro y bajo ningún concepto podemos dejar que los frutos del progreso caigan.
Por otro lado, debemos reformar las redes sociales para que sean menos corrosivas. La democracia no puede resistir eternamente tal grado de confrontación y odio en el que es imposible llegar a acuerdos. Las plataformas deben hacer cambios para desincentivar la primacía de los extremistas y los trolls y dar más voz a la mayoría moderada y exhausta. Haidt aclara que no se trata de censurar, sino de dar más visibilidad a aquellos que apuestan por la cooperación y la deliberación y menos a los que solo buscan el conflicto.
Para terminar, te recomiendo que leas el artículo que publicó Jonathan Haidt en The Atlantic y que me ha servido de inspiración para este artículo. También te comparto su versión traducida. Es largo, pero merece mucho la pena.
Ah! y quiero aclarar que este es un tema muy complejo y que no hay verdades absolutas. El propio Haidt ha creado un documento colaborativo para que él y otros investigadores puedan compartir estudios sobre estas cuestiones e ir sacando conclusiones.
Si te ha gustado este artículo, no te pierdas y el primero y el segundo de la serie de redes sociales.
Santi Caufapé dice
Fabuloso, Val. Gracias y felicidades.