Como afirmaba Montaigne, al observar la vida de finales del siglo XVI, “Morir de viejo es una muerte rara, singular y extraordinaria, y muchísimo menos natural que las demás: es la última y más extrema forma de morir”.
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Cuando eres joven nunca te visualizas en una silla de ruedas. Ni en una cama de hospital, con respiración asistida y una vía para poder mear sin necesidad de ir al baño. Nunca piensas en la muerte, al menos no en la muerte lenta, tan característica de nuestra sociedad moderna. Cuando eres joven los ancianos son invisibles. Sus realidades son ajenas a las tuyas y sus vidas incomprensibles desde tu punto de vista ansioso por explorar nuevos lugares, conocer gente y embarcarte en nuevos proyectos.
Cuando eres joven no te planteas si tendrás ahorros para vivir con dignidad cuando tus huesos te impidan trabajar. Tampoco piensas en cómo será la soledad o quién cuidará de ti si no tienes hijos. La vejez es esa cosa incómoda y lejana en la que todos evitamos pensar hasta que no nos queda otro remedio. Yo, que ya he pasado los cuarenta, sigo diciendo que soy joven, quizás sea ese un signo más de esa evitación de lo inevitable.
Esta invisibilidad de la vejez en la juventud contrasta con la obsesión moderna por combatir el envejecimiento. Alrededor de ella se ha creado un ecosistema de empresas y expertos que buscan soluciones para lo que, en último término, no tiene solución. De hecho, muchas veces, las soluciones que proporcionamos no son las más adecuadas. Como dice el cirujano Atul Gawande en su libro Ser mortal:
“La decadencia es y será siempre nuestro destino; algún día nos llegará la muerte. Pero hasta el momento en que falle ese último sistema de reserva que llevamos dentro, la atención médica puede influir en que la trayectoria sea abrupta y precipitada o más gradual, una trayectoria que nos permita conservar durante más tiempo las facultades que más nos importan en nuestra vida. La mayoría de los profesionales de la medicina no pensamos en ello. Se nos da bien afrontar problemas específicos, singulares: el cáncer de colon, la tensión alta, la artritis en las rodillas. Nos dan una enfermedad, y nosotros podemos hacer algo para combatirla. Pero si nos dan a una anciana con la tensión alta, con artritis en las rodillas, además de toda una serie de achaques –una anciana que corre el riesgo de perder la vida que más le gusta–, prácticamente no sabemos qué hacer, y a menudo sólo empeoramos las cosas.”
Uno de los montajes más impactantes es aquel que muestra fotos de una persona desde su niñez hasta su vejez. En unos pocos segundos recorres la fugacidad de su vida. Es impactante porque vivimos nuestra vida de un modo progresivo y lento y no somos conscientes de su brevedad hasta que vemos esas fotos de la niñez y nos preguntamos cómo ha pasado todo tan deprisa.
En la época previa al invento de la fotografía intuyo que la vejez se viviría de otro modo. Me atrevería a decir que incluso el uso masivo de los espejos cambió el concepto de nosotros mismos. Aún así, seguimos mirando para otro lado como si la cosa no fuera con nosotros. Sólo un accidente o una enfermedad terminal repentina nos confronta a esa realidad ineludible y desagradable que es la incapacidad, el dolor y la muerte. Entonces todas nuestras prioridades cambian de repente y sólo hay una cosa que importa: sobrevivir.
Bueno, no es exactamente así. Las personas con enfermedades terminales y los ancianos que ven la muerte acercándose, tienen otras prioridades que a veces se pasan por alto. Quieren que su vida tenga un propósito. Quieren autonomía. Quieren que cese su dolor. Quieren poder hacer esas pequeñas cosas que todavía los hacen felices, como ver sus programas de televisión favoritos o tomar el café con sus amigos. Esas personas a las que a menudo tratamos como niños tienen unas necesidades y demandas que rara vez atendemos. Pensamos que como el sistema cuida de ellos, ya hemos cumplido.
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Cuando hablo del sistema me refiero a los cuidados médicos universales y a las residencias que se ocupan de los mayores cuando nadie puede o quiere hacerse cargo de ellos. Lo que no debemos olvidar es que incluso las más lujosas de estas residencias son lugares extraños para alguien que ha sido independiente y autónomo durante la mayor parte de su vida. De repente, dejan su hogar y unos desconocidos les dicen cuándo deben levantarse y acostarse, qué deben comer y cuándo pueden disfrutar de su tiempo de ocio. Es la vuelta al cole, y eso para muchos ancianos es muy duro. El Dr. Gawande, en su libro, habla de Alice, una anciana que empieza a vivir en una de estas residencias:
“Puede que a su apartamento lo llamaran «residencia independiente», pero significaba la imposición de más disciplina y supervisión de las que había tenido que soportar en su vida. Los auxiliares vigilaban su dieta. Las enfermeras supervisaban su salud. Advirtieron su creciente inestabilidad y la obligaron a utilizar un andador. Aquello era tranquilizador para los hijos de Alice, pero a ella no le gustaba que la trataran como a una niña pequeña ni que la controlaran. Y la regulación de su vida no hizo más que aumentar con el tiempo.”
Y continúa haciendo una crítica de las residencias de ancianos:
“El sociólogo Erving Goffman señaló la semejanza entre las cárceles y las residencias geriátricas hace cincuenta años, en su libro Asylums. Decía que son, junto con los campamentos de instrucción militar, los orfanatos y los hospitales psiquiátricos, «instituciones totales» –lugares en gran medida aislados de la sociedad en general–. «Una disposición social básica en las sociedades modernas es que el individuo suele dormir, divertirse y trabajar en lugares distintos, con co-participantes diferentes, bajo autoridades diferentes, y sin un plan racional generalizado», escribía. En cambio, las instituciones totales echan abajo las barreras que separan las esferas de nuestra vida, de unas formas específicas que Goffman enumeraba así: En primer lugar, todos los aspectos de la existencia se desarrollan en el mismo lugar y bajo la misma autoridad central. En segundo lugar, cada fase de la actividad cotidiana de un miembro se realiza en la compañía inmediata de gran cantidad de otros miembros, y todos ellos son tratados de la misma forma y se les pide que hagan una misma cosa todos juntos. En tercer lugar, todas las fases de las actividades cotidianas obedecen a un horario estricto, donde una actividad deja paso a la siguiente a una hora preestablecida, y toda la secuencia de actividades viene impuesta desde arriba por un sistema de disposiciones formales explícitas y por un cuerpo de funcionarios. Por último, las distintas actividades impuestas se combinan en un único plan, supuestamente concebido para cumplir los objetivos oficiales de la institución.”
En definitiva, las residencias geriátricas son lugares diseñados y concebidos para mantener a los ancianos vivos y seguros; no fueron pensadas para dar un final de vida satisfactorio y con sentido. Y, ¿qué valor tiene una vida cuando carece de propósito?
Gawande habla de los últimos años de una mujer en una residencia:
“Ella tenía la sensación de que podía hacer muchas más cosas en su vida. «Quiero ser útil, desempeñar un papel», decía. Antiguamente se hacía sus propias joyas, trabajaba como voluntaria en la biblioteca. Ahora, sus actividades principales eran el bingo, ver películas en DVD y otras formas de entretenimiento pasivo en grupo.”
¿Cuál es el propósito de una persona que espera su destino entre paredes de hormigón con un jardincito en el patio? Una persona que ya casi no tiene privacidad ni los amigos elegidos por ella. La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿cómo lograr que la vida valga la pena cuando uno es débil y frágil, y ya no es capaz de arreglárselas solo?
Cuantos menos hijos tiene uno, más probabilidades tiene de terminar sus días en una residencia. Yo no tengo hijos, así que tengo todas las papeletas. Quién sabe lo que querré en un futuro, pero si me preguntas ahora, creo que si pierdo mi independencia y a mis seres queridos, querré terminar con mi vida.
Hace no tanto tiempo muchos ancianos morían rápidamente por falta de cuidados médicos adecuados. Simplemente no había recursos, no había conocimientos, no había UCIs. La muerte de los ancianos era la consecuencia lógica de la vida. Igual que era normal que muchos niños muriesen al poco de nacer, la muerte de un anciano era vista con normalidad. En parte podemos estar satisfechos por la cantidad de vidas que salvan los sistemas sanitarios modernos; hemos reducido al mínimo la mortalidad infantil y hemos alargado notablemente la vida de las personas.
Entre los muchos cambios que han sucedido en pocas décadas, está el lugar y la forma en la que morimos. Hace pocas generaciones las personas mayores y los enfermos graves morían casi siempre en su casa, en su propia cama, rodeados de sus familiares. Hoy la mayoría fallecen en la cama de un hospital rodeados de tubos, catéteres y enfermeras. En ese sentido no podemos estar del todo orgullosos. Aunque es maravilloso que hayamos duplicado la esperanza de vida en el último siglo, muchos mayores pasan sus últimos años entre pruebas médicas, operaciones, tratamientos con graves efectos secundarios y mucha soledad.
¿Cuándo una vida sigue mereciendo ser vivida? Esa es una pregunta importante cuay respuesta puede variar a lo largo de nuestras vidas. Para una joven de 20 años, plena de salud, belleza y energía, la respuesta puede ser muy ambiciosa. Para un anciano de 85 años, el cariño de sus nietos, el té de la mañana y mantener sus dolores a raya puede ser suficiente. Somos seres profundamente adaptativos y lo que hoy vemos como el infierno, mañana podría ser algo bastante satisfactorio. Gawande lo explica muy bien:
“Cuando eres joven y estás sano, crees que vas a vivir eternamente. No te preocupa la idea de perder tus facultades. La gente te dice: «el mundo es tuyo», «el cielo es el límite», etcétera. Y estás dispuesto a posponer la gratificación –por ejemplo, a invertir varios años en adquirir conocimientos y recursos a fin de lograr un futuro mejor–. Intentas conectar con las grandes corrientes de conocimiento e información. Amplías tus redes de amigos y de contactos, en vez de salir por ahí con tu madre. Cuando los horizontes se miden en décadas, lo que para un ser humano es casi como decir una eternidad, lo que más deseas son las cosas que están en lo más alto de la pirámide de Maslow –los logros, la creatividad, y demás atributos de la «autorrealización»–. Pero a medida que se estrechan tus horizontes –cuando ves el futuro que tienes por delante como algo finito e incierto– la atención se desplaza al aquí y el ahora, a los placeres cotidianos y a las personas que tienes más cerca. Carstensen le puso a su hipótesis el abstruso nombre de «teoría de la selectividad socio-emocional». Para decirlo de una forma más sencilla, lo que importa es el punto de vista.”
Nos cuesta mucho ponernos en el lugar de un anciano cuando somos jóvenes, quizás por eso es tan difícil tomar las decisiones adecuadas cuando nos toca decidir sobre sus vidas. Tengo la sensación de que la mayoría de los hijos con padres mayores acaban tomando las decisiones que les convienen a ellos más que las que tomarían sus padres de tener plena autonomía.
Ante la decadencia imparable de la vejez existen distintas y variadas soluciones que se han ido institucionalizando: las continuas intervenciones médicas hasta que el paciente ya no puede más, las residencias de ancianos bien surtidas de medicamentos y enfermeras, los cuidados paliativos, más centrados en comprender y aliviar las necesidades de los mayores y, por último, la controvertida eutanasia. Esta última es legal en pocos países, todavía está rodeada de controversia y es rechazada por muchas personas de forma radical. Precisamente por eso me gustaría detenerme en ella.
Aunque en España la eutanasia es legal desde 2021, no nos engañemos, eso no significa que cualquier persona tenga derecho a ella. Para percibir ese derecho, varios médicos y una comisión deben determinar que la calidad de vida de la persona es suficientemente mala como para que seguir viviendo ya no tenga sentido. Esto es algo que me incomoda, no acabo de entender que el paciente tenga que justificar su deseo de morir, ¿no debería ser suficiente su palabra? ¿Quién es un médico para decidir sobre si la vida de uno merece o no ser vivida? Por definición, las experiencias de cada uno son subjetivas y ninguna persona ajena puede saber cómo nos sentimos. Al parecer esto no es único en la legislación española, sino que todos los países donde la eutanasia es legal, tienen requisitos similares. Todavía no hemos dado el paso, para mí lógico, en el que es la persona en plenitud de sus facultades mentales, la que decide si quiere o no seguir viviendo. No digo que no deban existir requisitos, y más si se utiliza el sistema público de salud, pero la última palabra debería tenerla el paciente, ya que sólo él conoce sus intereses y es capaz de vislumbrar su verdadero sufrimiento.
¿Cuáles son los requisitos que propongo para recibir la eutanasia?
En primer lugar debería ser una decisión que se mantenga durante cierto tiempo. Todos podemos tener un periodo de oscuridad y sería muy triste que tomáramos una decisión precipitada. En segundo lugar, sería útil que hubiera una persona especializada en este tipo de casos que nos acompañara durante todo el proceso. Este especialista sería el encargado de asegurarse de que estamos tomando la decisión con calma, de forma reflexiva y meditada. Nos propondría alternativas, nos haría preguntas… algo así como un buen amigo con conocimientos en psicología y medicina. Esta persona también asistiría a la familia en todo el proceso.
En cualquier caso, la mayoría de las personas quieren vivir, incluso cuando sus circunstancias son penosas. No creo que exista el riesgo de que la gente empiece a solicitar la eutanasia porque ha tenido una mala racha. Por poner un dato encima de la mesa; en 2022 se hicieron 576 solicitudes de eutanasia de las que se ejecutaron la mitad. Por eso, para la mayoría de las personas que quieren seguir viviendo a pesar de sus múltiples dolores, problemas mentales, achaques y discapacidades, el camino más lógico son los cuidados paliativos.
Los cuidados paliativos son un enfoque médico especializado en el cuidado de personas con enfermedades graves, crónicas o terminales. Su objetivo principal es aliviar el dolor y otros síntomas, mejorar la calidad de vida, y proporcionar apoyo emocional, psicológico y espiritual tanto a los pacientes como a sus familias. A diferencia de los tratamientos curativos, los cuidados paliativos se centran en el bienestar y confort del paciente, sin intentar curar la enfermedad subyacente. Estos cuidados pueden ser proporcionados cuando ya no es posible curar la enfermedad o cuando el paciente no desea seguir con los tratamientos tradicionales.
En 2023 183.000 personas en España necesitaron cuidados paliativos. Nuestro país solamente tiene 0,6 unidades de cuidados paliativos por cada 100.000 habitantes, siendo la recomendación de 2, una hospitalaria y otra domiciliaria. Un dato que ubica España en la posición 31 de los 51 países europeos, según los datos del Atlas of Palliative Care in Europe.
En conclusión, la sociedad moderna enfrenta la vejez y la muerte con una mezcla de evitación y lucha por prolongar la vida, a menudo sin considerar la calidad de esa extensión. Los ancianos, que frecuentemente terminan en instituciones que sacrifican su autonomía, merecen un enfoque más humanizado que respete su dignidad y propósito. Es esencial reexaminar nuestras políticas de cuidados paliativos y eutanasia, priorizando el bienestar y los deseos de las personas en sus últimos años. Solo así podremos asegurar que el final de la vida sea tan significativo como sus etapas anteriores.
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