Llevo años debatiendo con personas de todo tipo de ideologías en Polymatas. Siempre con respeto.
Quiero influir con mis ideas, claro. Pero también aprender de los demás.
Tengo la suerte de tener el foro de la Biblioteca Polymata. Pero fuera de ese entorno lo que suelo encontrarme es arrogancia, ignorancia, faltas de respeto… y poca curiosidad por aprender.
Me gustaría que en el futuro esto vaya cambiando y, como soy un idealista, he pensado en escribir algunas ideas sobre cómo debatir sin parecer un gilipollas. O dicho de otro modo, como defender tu postura sin ofender a tus compañeros de debate y, al mismo tiempo, tener una oreja abierta para capturar conocimiento que antes no estaba a tu alcance. Porque sí, por mucho que nos pueda sorprender: podemos estar equivocados. Y de hecho, lo normal es estar equivocado.
En este capítulo, el primero de una serie de dos, voy a responder a tres preguntas:
- ¿Por qué debatimos tan mal?
- ¿Cuál es el fin del debate?
- ¿Cuál debería ser?
También lo puedes escuchar en Spotify, iVoox y Apple.
¿Por qué debatimos tan mal?
Hay muchos motivos por los que no sabemos debatir. Realmente lo difícil y lo escaso es encontrar a un buen compañero de debate.
Estamos muy ligados a nuestra identidad
El primer y principal motivo es que a menudo debatimos sobre creencias que forman parte de nuestra identidad. No son solo ideas. Cuando las cuestionamos, estamos jugando con las emociones del otro, con su sentido vital.
Cuando en el último artículo me preguntaba si lo de Gaza era un genocidio, estaba poniendo en cuestión una creencia que une a millones de personas.
Ese sistema de creencias, donde Israel es el poderoso aliado del imperialismo yanki y Palestina la víctima indefensa, es más que una curiosidad geopolítica. Es una creencia que da forma a una tribu formada por millones de personas de España, Argentina, Alemania, Brasil, Canadá… Esas personas desayunan, comen y cenan con Palestina. Llevan camisetas y pañuelos. Acuden a manisfestaciones los fines de semana y se comunican en redes constantemente. Pero sobre todo, tienen un enemigo común: Israel y todos sus aliados.
Utilizo el ejemplo de Palestina porque lo tengo muy reciente, pero podría usar a la tribu hispanista cuyo principal enemigo es cualquiera que ponga en cuestión la conquista de américa, los veganos o los nacionalistas catalanes.
Para entender cómo reacciona la gente en un debate, hay que entender algo básico.
Las ideas no son solo ideas: son parte del núcleo de nuestra vida.
Aquí me refiero a ideas morales y políticas, que son las que mayormente forman nuestra identidad. Sin embargo, las personas también crean identidad a través de los equipos de fútbol, los hobbies y otras cuestiones menores.
No hablamos de lo mismo
Otro motivo muy común por el que los debates se van a pique es porque cada uno habla de una cosa. Cuando yo hablo de “la democracia”, por mi mente pasan un conjunto de ideas vagas que forman mi concepto de democracia: una persona un voto, libertad de expresión, separación de poderes. Sin embargo, otra persona puede estar asociando “la democracia” con: corrupción, políticos deshonestos, decadencia.
Yo seguramente valore la democracia de forma positiva, y el otro, de forma negativa. Quizás yo estoy apuntando al ideal de la democracia, mientras el otro habla de su versión real en su país.
Este es un error tan común que muchos filósofos han dicho que gran parte de las discusiones filosóficas parten de que los filósofos no se ponen de acuerdo en las definiciones.
¿Por qué ocurre esto? Para empezar porque la gente no acostumbra a reflexionar sobre sus ideas, y si le preguntas a una persona cualquiera de tu curro qué es para ti la democracia, le costará responder. Además, incluso entre personas que han reflexionado sobre los temas tratados, no es habitual pararse a compartir definiciones.
Esto es así, creo yo, porque el calor de la batalla nos puede. Y aprovecho esto para compartir otro motivo por el que somos tan malos debatiendo. Cuando un tema toca nuestra identidad, nos encendemos. Vemos al otro como un enemigo. Nuestro cerebro entra en modo lucha o huida… y dejamos de pensar. Respondemos con automatismos, dejamos de escuchar y las emociones se apoderan de nosotros.
La confusión no es siempre conceptual. A veces lo que ocurre es que una parte está describiendo una realidad y la otra la está evaluando.
Esto pasa mucho cuando debaten alguien de derechas y alguien de izquierdas sobre economía.
El primero suele decir: “Así funciona el libre mercado”.
El segundo responde: “El libre mercado debería regularse porque provoca desigualdad”.
En realidad, uno describe y el otro prescribe. Por eso nunca se entienden.
Existe un abismo entre nuestros marcos mentales
A eso se suma otro impedimento: el abismo de la comprensión. Cuando dos personas han pensado mucho sobre una cuestión, el desacuerdo es difícil entenderse. Hay un abismo de datos, conceptos, intuiciones, experiencias y valores entre ellas.
Volvamos al caso de Palestina. Sus razonamientos están motivados. ¿A qué?, dirás… a que todo lo que sucede tiene que encajar en ese modelo mental que ha ido creando durante años.
Un pro-palestino tiene una red de ideas que, simplificando mucho se parece a esto:
- Israel ha aplicado un apartheid en Palestina, colonizando sus tierras y expulsando a los palestinos.
- Israel es un matón que abusa del débil. Es mucho más poderoso que Palestina y está apoyado por EEUU.
- Los Palestinos son un pueblo indefenso y recurre a lo único que les queda para defenderse: la lucha armada.
- Israel ha cometido un genocidio en Gaza.
Por su parte el marco mental de los pro-israelies es más o menos el siguiente:
- Los judíos no han ocupado Palestina; han vuelto a su hogar ancestral en la tierra de Israel
- Israel es una democracia occidental que defiende valores liberales en un entorno hostil
- La declaración de independencia de 1948 legitima su independencia
- Están asediados por enemigos que quieren la destrucción del pueblo judío y deben ser fuertes y actuar con determinación
- El 7-O no puede volver a ocurrir y harán todo lo que esté en su mano para evitarlo
Viendo esto, ¿cómo demonios se van a entender un pro-palestino y un pro-israelí? No hay prácticamente ningún solapamiento entre sus marcos mentales…
La cultura del debate está devaluada
A toda esta cascada de causas que nos impiden debatir como dios manda, añadiré una última: el debate honesto y abierto no es un valor predominante en nuestra sociedad.
Incluso he escuchado decir que debatir con personas de ideas contrarias es darles importancia y publicidad y que no debería hacerse. Entre nuestros correligionarios, lo que está bien visto es mantenerse disciplinados y no salirse de los marcos mentales fijados “el partido”. Y no es raro que la policia de las ideas de la feministas, los veganos, los independentistas o los hipanistas, nos llamen al orden si cuestionamos alguna de las creencias fuertes de la tribu.
Debatimos lo irrelevante
Como ves, hay muchos motivos por los que debatimos mal. Pero quiero cerrar con uno más: discutimos sobre cosas irrelevantes..
Volviendo al tema de Gaza. Cuando cientos de activistas montaron la flotilla, los medios les dieron mucha cobertura. Durante varios días el debate público se centró en si los miembros de la flotilla eran héroes solidarios o narcisistas que sólo buscaban tiempo de atención en redes. Estábamos en mitad de una masacre humanitaria y la mayoría del debate iba encaminado al virtuosismo moral de los miembros de la flotilla.
Está claro que nos hacen falta referentes, personas que con su ejemplo de debate sosegado y honesto nos inviten a hacer un esfuerzo, porque realmente es un esfuerzo, para debatir mejor.
Entendido esto, queda una pregunta más importante: ¿para qué debatimos realmente?
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¿Cuál es el fin del debate y cuál debería ser?
El objetivo de debatir suele ser una lucha por tener la razón. Es lo que se enseña en mucho cursos de debate. Es una lucha por el estatus, por defender el ego, la identidad, a tu grupo, por imponernos.
Algunas personas piensan que debatiendo harán cambiar de opinión a su “contrincante”, otras que harán cambiar de opinión a los observadores. La realidad es que hacer cambiar a la gente de opinión es una tarea más ardua de lo que pueda parecer.
Para empezar, si el otro no confía en ti, se siente atacado o ve el debate como una competición, no cambiará de opinión. El otro debe ser una personas flexible, sentirse cómodo, confiar en ti, incluso admirarte. Además, debe sentirse respetado, tanto él como sus ideas. Solo entonces se abre la puerta para el cambio. Aún así, rara vez sucede un cambio de parecer con una sola interacción. Estamos demasiado apegados a nuestras ideas. Para que algo nos haga dudar, necesitamos escuchar ese argumento varias veces, de distintas fuentes y en distintos momentos.E
Por eso los cambios de creencias son un proceso más que una epifanía, aunque solemos recordar el momento de epifanía, lo normal es que el cambio se estuviera fraguando desde hace tiempo.
En mi caso, dejé de comer animales en un viaje de fin de semana que hice con mi ex-novia a un hotel vegano a las afueras de Madrid. La comida, riquísima y los libros que leí ese finde semana me marcaron. Nada más volver a casa tomamos la decisión: no volveríamos a comer carne.
Esas historias suenan muy bien, pero cientos de personas habrán pasado ese mismo fin de semana, habrán leído los mismos libros y habrán seguido como si nada. Yo ya llevaba tiempo comiendo carne de vaca de pasto y siempre había sentido mucha empatía hacia los animales.
Bueno, que me voy del tema.
Hablemos del estatus porque es central para entender nuestro comportamiento en los debates. Creo que el estatus es nuestro bien más preciado. Es lo que hace que los demás te miren por encima del hombro o que hinquen la rodilla ante ti. Es lo que te salva de la ruina o lo que te lleva a la ruina. El estatus es una moneda, un contador virtual que todos llevamos encima que indica a los demás dónde nos encontramos en la jerarquía de nuestra tribu.
Antes de que el ser humano aprendiera a hablar, el estatus de los machos se regía por la fuerza y por la capacidad de conformar alianzas. Hoy la fuerza sigue siendo importante, pero se le ha unido la fuerza dialéctica. La capacidad de influir en los demás mediante la palabra, de crear una aura a tu alrededor que diga: “escuchadme tenéis mucho que aprender de mí”. Personajes como Jordan Peterson serían apalizados en cualquier pelea callejera, pero cuando entran en el terreno dialéctico, son casi invencibles. Han construído su estatus a través del conocimiento y la capacidada para transmitirlo e influir en los demás.
Así que piénsalo, la próxima vez que participes en un debate o veas a otras personas debatir, fíjate en cómo su marcador de estatus sube o baja en base a si va ganando o perdiendo el debate.
Dicho esto, ¿para qué debería servir el debate?
Obviamente esta es mi visión personal y puedes no compartirla, pero te pido que la escuches y veas si encaja contigo.
Más allá de convencer, influir y ganar estatus, el debate debería servir para aprender y acercarnos a la verdad.
Cuando lees un libro, el autor te transmite su sistema de creencias. Es una visión de la realidad, nada más. Aunque algunos se lo crean a pies juntillas. Lo interesante de un debate es que se confrontan varias visiones de la realidad y un pensador crítico puede evaluarlas, sopesarlas y quedarse con aquellas tesis y argumentos que considere más fuertes. En este sentido el debate es una forma muy eficaz de aprendizaje. Claro, si se tiene la mente abierta y las capacidades para analizar los discursos. Si no los tienes o los quieres mejorar, haz la prerreserva para la segunda edición de mi Curso de Pensamiento Crítico Avanzado.
El debate además es un medio para crear vínculos con las personas. Sentirse seguro hablando de cualquier tema con otras personas, crea unos vínculos muy especiales. Esto lo he experimentado en carnes propias en la Biblioteca Polymata. No es casualidad que varios de mis mejores amigos sean de la Biblioteca.
Cuando experimentas un debate respetuoso en el que ambas partes aportarn y aprenden se crea un vínculo basado en la confianza y la seguridad. Sabes que el otro busca lo mismo que tú: escuchar, aprender, satisfacer su curiosidad, disfrutar del análisis, de darle vueltas a las cosas. Es un lugar en el que sientes que puedes ser tú mismo sin que se te juzgue, donde las ideas se despegan poco a poco de la persona y hay un debate genuino.
En cierto modo, encontrar una buena pareja de debate es semejante a encontrar un buen compañero sexual. En ambos casos sucede algo completamente placentero: puedes ser tú mismo sin miedo a que te juzguen.
Hasta ahora he hablado de lo que te aporta un buen debate a ti, como persona. Pero el buen debate también tiene muchos beneficios para la sociedad. Cuando dos personas con ideas distintas, discuten con respeto, se manda el mensaje a los observadores de que eso se puede hacer. Se pueden tener diálogos constructivos.
Es decir, más allá de que las personas puedan aprender de los contenidos del debate, aprenden de cómo se lleva a cabo el debate. Las reglas de un buen debate llevan a mejores sociedades, mejores instituciones y mejores personas. ¿Te parece que exagero?
Piensa en lo que ocurre en la política de hoy. En España, Argentina o EEUU.
¿Crees que los políticos de estos países debaten para aprender? ¿Para crear vínculos? ¿Para enseñar sus ideas a los demás? No creo que haga falta que responda.
El sociólogo Norbert Elias, en su libro El proceso de la civilización (1939), argumenta que entre la Edad Media y la Edad Moderna se produjo una transformación profunda en la conducta humana.
En la Europa medieval era habitual ver ejecuciones públicas, duelos, castigos corporales y una violencia cotidiana aceptada. Elias mostró cómo los antiguos tratados de “buenas maneras” (no escupir en la mesa, no lanzarse sobre la comida) eran algo más que modales. Eran señales de un cambio profundo: aprender a controlarse y a empatizar con los demás.
Pues bien, yo recojo el testigo de Elias y planteo mi propia hipótesis: la decadencia del debate y la falta de autocontrol y del uso de normas de cortesía en el mismo están provocando un paso atrás en la convivencia: mayor polarización, dificultad para llegar a acuerdos y aprender de otras posturas. Sin unos mínimos de decoro en el debate público, todo lo demás se tambalea.
Tal vez el futuro de la civilización dependa —en parte— de algo tan simple, y tan difícil, como aprender a debatir sin odiarnos.
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