A continuación te presento un extenso resumen de uno de los 50 libros que he elegido para estar en la selecta Biblioteca Polymata. Se trata de El cerebro, un libro del famoso neurocientífico y divulgador David Eagleman. Todo lo que sabemos del mundo pasa por nuestro cerebro. La realidad que percibimos es una visión filtrada de la realidad objetiva. Por lo tanto, para entender el mundo necesitamos comprender cómo funciona nuestro cerebro y cómo influye en nuestra percepción y comportamientos. El libro de David Eagleman es una excelente introducción al órgano de la consciencia.
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¿Quién soy?
Desde un punto de vista biológico, yo soy los patrones de impulsos electroquímicos que suceden constantemente en mi cerebro. Cuando la actividad cesa, desaparezco. Cuando cambia de carácter, por una lesión, o las drogas, yo cambio con ella.
“Todas las experiencias de su vida –desde una conversación a su más vasta cultura– conforman los detalles microscópicos de su cerebro. Desde el punto de vista neurológico, quién es usted depende de dónde ha estado. Su cerebro se metamorfosea de manera incesante, constantemente reescribe su propio circuito, y como sus experiencias son únicas, también lo son los vastos y detallados patrones de sus redes neuronales. Como no dejan de cambiar durante toda su vida, su identidad siempre está en movimiento; nunca alcanza un punto definitivo.”
¿Cómo llegamos a ser lo que somos?
La mayoría de animales vienen al mundo con capacidad para valerse por sí mismos, casi sin ayuda. Sin embargo, nosotros somos altamente dependientes durante años. Eso puede parecer una desventaja, pero con el tiempo se convierte en la mayor de las ventajas de nuestra especie: la flexibilidad. Nuestro cerebro es extremadamente dúctil y, aunque viene con muchas instrucciones de serie (recuerda el libro de La tabla Rasa), buena parte de nuestro comportamiento dependerá de lo que aprendemos de nuestros padres y semejantes durante la infancia. Esto nos ha convertido en el único animal que se ha adaptado a prácticamente todos los hábitats de la Tierra.
Nacemos con todas las neuronas que tendremos de adultos, pero cuando somos bebés, nuestras neuronas están densamente conectadas entre sí. Según vamos creciendo, madurando y aprendiendo, ocurre una poda; muchas de esas conexiones (sinapsis) van desapareciendo. ¿Qué sinapsis se conservan y cuáles desaparecen? Cuando una sinapsis participa con éxito en un circuito, se refuerza; por el contrario, si no resulta útil se debilita, y con el tiempo, desaparece. Al igual que los senderos que dejan de transitarse en el bosque, se pierden las conexiones sinápticas que no se utilizan. Por cierto, hace tiempo hice un capítulo en Polymatas sobre este tema. Te lo digo por si te apetece profundizar.
La construcción del cerebro adulto no termina hasta los veinticinco años, aproximadamente, cuando la parte del cerebro que se ocupa del autocontrol, de la planificación y del pensamiento reflexivo, termina de desarrollarse. Estoy hablando de la corteza prefrontal. Hasta entonces, el cerebro adolescente está optimizado para asumir riesgos, experimentar y ser aceptado por parte de “su tribu”. Su capacidad para regular las emociones y sus decisiones sigue siendo muy precaria, así que es normal que los padres se vuelvan un poco locos cuando sus hijos superan los catorce. Una pena que olviden que ellos también pasaron por ahí.
Pasada la juventud, el cerebro sigue evolucionando. Se crean nuevas conexiones y desaparecen las ya existentes con cada conversación, experiencia, viaje y nueva relación. Antes se pensaba que no se creaban nuevas neuronas, pero desde los años 90, se ha comprobado que se forman nuevas neuronas en el cerebro hasta el fin de nuestros días. El cerebro humano siempre es un producto inacabado.
Eagleman plantea en la introducción del libro una pregunta filosófica de gran calado: ¿quién soy yo? ¿soy la suma de mis recuerdos? Aparentemente es lo que parece. La memoria autobiográfica es lo que te da cierto sentido de identidad y continuidad a lo largo del tiempo. La suma de tus recuerdos, desde el perro que te mordió con cuatro años, el momento en el que te abandonó tu primera novia, la empresa que creaste con tu socio Ángel… Todos esos recuerdos, contenidos en intrincados circuitos neuronales, son los que te hacen sentir que, en cierto modo, sigues siendo el mismo que ese niño de 4 años. Las células de tu cuerpo han muerto varias veces desde entonces y ni un sólo átomo de ese niño permanece contigo, pero eso no importa, porque la memoria permanece.
No faltan los que creen ciegamente en sus recuerdos, tratando la memoria como si del disco duro de un ordenador se tratase. Pero la memoria es volátil y frágil y no deberíamos confiar tanto en ella. Se han hecho experimentos en los que se han implantado recuerdos falsos a personas que los han hecho suyos. Existen miles de ejemplos documentados de testigos de delitos que creyeron ver cosas que nunca existieron. Para más INRI, un mismo recuerdo cambiará a lo largo de tu vida. Se añadirán elementos, se borrarán otros. Tus experiencias de hoy afectan a tus recuerdos de quién eras ayer.
Por lo que te acabo de exponer, si pretendes responder a la pregunta de quién eres basándote únicamente en los recuerdos, estás en graves problemas, porque tu identidad se convierte en una narración confusa y en permanente evolución.
Quizás entonces la respuesta esté en el alma. Pero la idea de que tienes un alma, un ente inmaterial que contiene tu esencia es irreconciliable con la neurociencia moderna. Lo que saben los científicos es que “tu esencia” cambia cuando cambia tu cerebro. Si tienes un accidente y pierdes un trozo del cerebro, probablemente te convertirás en otra persona. Por eso, cuando mi abuela empezó a sufrir una demencia severa, dejó de ser ella. Cada mes era menos ella hasta convertirse en una desconocida para todos los que la conocíamos. Ese es el drama de las enfermedades neurodegenerativas.
Puede entonces que la respuesta definitiva sea que tú eres tu consciencia. El estado de tu cerebro cuando estás despierto. Cuando estamos anestesiados o dormidos, no somos conscientes. ¿Significa eso que nuestro cerebro está parado durante esos periodos? No. Lo que se ha visto midiendo la actividad eléctrica del cerebro en estados de sueño, es que el cerebro sigue activo, pero la actividad de las neuronas ocurre en mayor sincronía que cuando estamos despiertos. Es decir, la complejidad de las interacciones es mayor cuando estamos despiertos. En definitiva, tú eres la actividad de tu cerebro en un momento dado. De ahí emerge la misteriosa consciencia; esa experiencia subjetiva que todos tenemos.
¿Qué es la realidad?
Energía y materia. Esa podríamos decir que es la realidad objetiva del universo. Sin seres conscientes el universo carece de colores, de sabores, de emoción y de belleza. Para que todo eso exista, hacen falta cerebros equipados con sentidos que interpreten la fría realidad física…
Aunque parezca que el tacto del filo del cuchillo lo percibimos en los dedos, es en el cerebro donde se crea la sensación de dolor. La piel tiene unos receptores que mandan señales al cerebro y es ahí donde se crea el dolor (o no). De hecho, muchos soldados que han estado en la guerra, confiesan no haber sentido el dolor de los disparos hasta que no han llegado a la seguridad del hospital de campaña. El cerebro sabía que el dolor no sería útil hasta entonces. El cerebro es el causante de crear las imágenes que vemos, los olores que percibimos y el placer del orgasmo. El cerebro es la máquina de simulación perfecta, que crea la realidad que necesitamos para cumplir nuestros objetivos reproductivos. Por eso cada animal tiene sentidos diferentes y percibe el mundo de un modo distinto. La evolución los ha dotado de un cerebro y unos sentidos a medida de sus necesidades de supervivencia.
El cerebro sólo habla un idioma, el de las señales electroquímicas. Para entender lo que ocurre a su alrededor, debe transformar las diversas señales que le llegan de los sentidos a su lengua materna. Por ejemplo, el olfato convierte moléculas en suspensión en una experiencia olfativa imposible de describir pero que cumple una útil función para rastrear comida, evitar ambientes tóxicos, encontrar pareja, etc.
“¿Cómo consigue el cerebro convertir estos inmensos patrones electroquímicos en una comprensión útil del mundo? Lo hace comparando las señales que recibe de las diferentes entradas sensoriales y detectando los patrones que mejor le permiten intuir lo que hay «ahí fuera».”
Todavía no sabemos cómo hace el cerebro para integrar todas esas señales que le vienen de dentro y fuera del cuerpo para convertirlas en una experiencia unificada. Ese vacío sobre su funcionamiento se conoce como “el problema de la integración”. Lo que sí sabemos es que, independientemente del origen de los estímulos, todo se traduce a la lengua de las neuronas.
No podemos aislar la vista, del tacto o del oído. La visión no es cosa sólo de los ojos, el nervio óptico y la corteza visual; vemos con todo el cuerpo. Y también vemos con los residuos de las experiencias pasadas. De hecho, gran parte de lo que vemos ni siquiera lo percibimos por los ojos, lo crea el propio cerebro que es una máquina de predecir, como puedes comprobar con cualquier ilusión óptica. El cerebro tiene un modelo interno de la realidad, y lo que hace es ir comparando lo que le llega de fuera con lo que ha predicho. Si no hay novedad, se queda con su modelo. Si hay algo nuevo, lo recoge y lo utiliza para refinar su modelo interno.
Ilusión óptica en la que parece que la mancha negra se extiende
Otro ejemplo de cómo el cerebro crea la realidad lo experimentas cada día de tu vida. Cuando caminas por la calle, tus ojos se mueven rápidamente (cuatro veces por segundo) para enfocar distintos objetos, pero sólo la parte central de tu visión es realmente nítida. La fóvea está especializada en ver detalles finos y colores. La visión periférica, en cambio, es menos clara y detallada. El cerebro compensa las limitaciones de la visión periférica «rellenando» la información que falta. Utiliza los datos de las imágenes nítidas capturadas por la fóvea y la información previa almacenada para crear una percepción visual continua y coherente.
“su modelo interno se basa en la suposición de que el mundo exterior es estable. Sus ojos no son cámaras de vídeo: simplemente exploran para encontrar más detalles con los que alimentar el modelo interno. Usted no ve a través de las lentes de una cámara, sino que sus ojos recogen datos con los que alimentar el mundo que hay dentro de su cráneo.”
Todo esto ya suena complicado, pero lo es mucho más de lo que parece a simple vista. Cada sentido envía información al cerebro a diferentes velocidades, por lo que éste debe esperar a las más lentas para crear esa sensación de unicidad. Así que, entre que algo sucede y que somos conscientes de ello, pasa un tiempo. Vamos, que vivimos siempre en el pasado 🙂
Nuestra experiencia de la realidad es la construcción suprema del cerebro. Aunque se basa en el flujo de datos de nuestros sentidos, no depende de ellos. ¿Cómo lo sabemos? Porque cuando se eliminan todos, la realidad no se detiene. Si te metieras en una celda insonorizada a oscuras durante días, tu cerebro empezaría a crear una realidad donde no la hay.
El modelo interno no es como crees. No es preciso ni en alta resolución. Es funcional. Ha sido “diseñado” por la evolución para que te muevas por el mundo, no para ver películas en 4k. ¿Y por qué no es más preciso? Pues porque el coste energético sería mucho mayor. Los seres vivos siempre buscan obtener lo máximo con el mínimo esfuerzo. Y el cerebro humano, a pesar de su magnífica eficiencia, es muy gastón en proporción a su tamaño. El 20% de las calorías consumidas por una persona van para alimentar a un órgano de menos de 1,5kg.
El pedazo de realidad del que somos conscientes es una parte infinitesimal del todo. Consideramos el color una cualidad básica del mundo que nos rodea. Pero en el mundo exterior el color no existe. Cuando la radiación electromagnética impacta en un objeto, parte de ella rebota y es captada por nuestros ojos. Esto se convierte en color sólo dentro de nuestra cabeza. El color es una interpretación de longitudes de onda que sólo existe internamente. Y el fenómeno es aún más extraño, porque las longitudes de onda que podemos percibir son aquellas a las que llamamos «luz visible». Pero la luz visible constituye tan sólo una diminuta fracción del espectro electromagnético, menos de una diez mil billonésima parte.
Todo el resto del espectro (incluyendo las ondas de radio, las microondas, los rayos X, los rayos gamma, el wifi, etc) están por todas partes pero sin los aparatos adecuados, nos pasan completamente desapercibidos. Sin embargo, hay otros animales que sí las perciben. Esto sucede porque cada animal se ha especializado para aprovechar la información que más útil le resulta. En resumen, la porción de realidad que vemos está limitada por nuestra biología y su interés por seguir viviendo.
En el mundo ciego y sordo de las garrapatas, las señales que detecta de su entorno son la temperatura y el olor corporal. En el caso de los murciélagos, se trata de la ecolocación de las ondas de compresión de aire. Nadie posee una experiencia de la realidad objetiva, pero es de suponer que cada criatura asume que su porción de realidad es el mundo real.
Tendemos a creer que quienes nos rodean experimentan el mundo de la misma manera que nosotros. Sin embargo, existen muchas excepciones a esta regla. Por ejemplo, hay personas que visualizan las notas musicales en colores o que literalmente saborean las palabras. Por otro lado, las personas con esquizofrenia enfrentan un desafío menos placentero, experimentando alucinaciones tan intensas que las perciben como si fueran completamente reales.
Como sabes, el cerebro humano es un experto en crear relatos. Una vez hemos comprendido que nuestra percepción de la realidad es profundamente parcial, podemos avanzar, podemos dar un paso más. Lo que percibimos y experimentamos es, en esencia, una narrativa construida por nuestro cerebro. Dado que cada cerebro es único, se sigue que cada persona vive su propia historia distintiva. Frente a un mismo evento, dos individuos narrarán relatos diferentes. Lo relevante de todo esto y con lo que te tienes que quedar, es que tendemos a creer sin cuestionar la historia que nuestro cerebro nos relata.
¿Quién está al mando?
Da la impresión de que cuesta muy poco esfuerzo reconocer la cara de un amigo, conducir un coche, entender un chiste o decidir si beber vino o cerveza. Pero lo cierto es que todo eso es posible sólo a causa de enormes cálculos que suceden por debajo de tu percepción consciente.
En cada instante tu cerebro, y el mío, bullen de una actividad que escapa por completo a nuestro control. Ese fue el gran descubrimiento de Sigmund Freud, un médico que cambió la historia cuando puso sobre la mesa que la gran mayoría de lo que hacemos y deseamos no está en nuestras manos, sino en algo que él llamó subconsciente. Aunque muchas de las ideas de Freud han sido desprestigiadas por la ciencia moderna, su gran contribución fue darse cuenta de que había algo más que esa parte consciente.
Hoy en día, la neurociencia, con la ayuda de la resonancia magnética funcional (fMRI), ha verificado la existencia de procesos cognitivos y emocionales que ocurren fuera de nuestra consciencia. Estos estudios han ampliado nuestro entendimiento sobre cómo el cerebro procesa la información y cómo esto afecta nuestro comportamiento y decisiones.
Resonancias magnéticas del cerebro
La gran pregunta que suscitan estos descubrimientos es: ¿quién está realmente al mando? ¿Algo de lo que hago, pienso o deseo depende de mi voluntad consciente? O, como piensan algunos neurocientíficos (Sam Harris, por ejemplo), todo lo que soy y lo que hago está predeterminado por procesos previos que escapan a mi control. Según Eagleman, que sigue una corriente de pensamiento similar a la de Harris, “el yo consciente es sólo la parte más pequeña de la actividad de su cerebro. Sus actos, sus creencias y sus prejuicios obedecen a redes que hay en su cerebro a las que no puede acceder de manera consciente.”. Es decir, tenemos algún control sobre el devenir de nuestros pensamientos, pero es mucho más limitado de lo que nos gusta admitir.
“Nuestro cerebro constantemente extrae información del entorno y la utiliza para guiar nuestro comportamiento, pero muchas veces no identificamos las influencias que nos rodean. Tomemos un efecto denominado «preactivación», en el que una circunstancia influye en la percepción de otra. Por ejemplo, si tiene en la mano una bebida caliente describirá su relación con un miembro de su familia de manera más favorable; cuando tiene en la mano una bebida fría, expresará una opinión un tanto más negativa de esa relación. ¿Por qué ocurre esto? Porque los mecanismos cerebrales que juzgan la calidez de una relación se solapan con los mecanismos que juzgan la calidez física, de manera que unos influyen en los otros. El resultado es que su opinión de algo tan fundamental como su relación con su madre puede depender de si el té que toma en ese momento está caliente o helado.”
Nos atribuimos el mérito consciente de todas nuestras ideas, como si nos hubiéramos esforzado mucho para generarlas. Pero en realidad tu cerebro inconsciente ha estado elaborando esas ideas, consolidando recuerdos, probando nuevas combinaciones y evaluando las consecuencias durante horas o meses antes de que la idea llegue a tu conciencia y exclames: “¡Se me acaba de ocurrir algo!”.
Lo más gracioso, y esto dice mucho de cómo somos los humanos, es que si le preguntas a cualquiera sobre la causa de sus acciones, siempre tendrá una explicación. Una vez más, el cerebro narrador al mando. Pero en verdad, no tenemos ni la más mínima idea de por qué hacemos lo que hacemos, pensamos lo que pensamos y deseamos lo que deseamos.
Un estudio muy interesante fue el que realizó el psicólogo Eckhard Hess en la década de 1960. Hess, mostró a los participantes fotografías de mujeres. Algunas de estas fotos habían sido alteradas para cambiar el tamaño de las pupilas. El psicólogo descubrió que los hombres a menudo encontraban más atractivas, bondadosas y amistosas a las mujeres cuyas pupilas habían sido artificialmente dilatadas. Cuando les preguntaron por qué les atraían esas mujeres, ninguno habló de las pupilas, sino que daban todo tipo de explicaciones alternativas. Pero lo cierto es que su subconsciente sabía muy bien que unas pupilas dilatadas eran señal de interés, excitación y atracción.
Fotografía de mujer A con pupilas normales y B con pupilas dilatadas
Experimentos como el de Hess revelan algo fundamental sobre cómo funciona el cerebro. El trabajo de este órgano consiste en reunir información acerca del mundo y guiar tu comportamiento de la manera más beneficiosa. No importa que su percepción consciente participe o no, y pocas veces participa. La mayor parte del tiempo no eres consciente de las decisiones que se toman en tu nombre.
Ante las aplastantes pruebas de la férrea dictadura del inconsciente, cabe preguntarse: ¿y por qué no somos seres completamente inconscientes? ¿Qué ventaja tiene la consciencia si es que tiene alguna?
La conciencia entra en acción cuando ocurre algo inesperado, cuando nos cuesta adivinar qué va a pasar a continuación. Aunque el cerebro intenta funcionar en piloto automático siempre que es posible, a veces resulta difícil en un mundo donde habita la incertidumbre. Pero la conciencia no consiste tan sólo en reaccionar ante la sorpresa, también desempeña un papel vital a la hora de resolver los conflictos internos del cerebro.
Imagina que vas por el supermercado y pasas por el pasillo de las patatas fritas. Tu primer impulso es coger unas patatas con sabor a vinagreta. Salivas. Unos segundos después, con la bolsa ya en el carrito te detienes y piensas en las crecientes lorzas que has alimentado desde que te casaste el año pasado. Tu mujer ya te lo ha señalado varias veces, y tú ya no te ves como antes. Así que dejas la bolsa en su sitio apenado pero contento por haber resistido la tentación.
En una situación como esta hay que tomar una decisión, y ha de ser la mejor para ti y tus metas a largo plazo. La consciencia es el General que dirige la estrategia, la que tiene una perspectiva que no posee ningún otro subsistema del cerebro. Y por esta razón puede desempeñar el papel de árbitro, establecer metas y trazar planes para el sistema en su totalidad.
“En términos del cerebro, la conciencia es la manera en que miles de millones de células se ven como un todo unificado, el modo en que un sistema complejo se pone un espejo ante sí mismo.”
El ejemplo de dejar o no las patatas en el carrito del supermercado puede hacerte pensar que la conciencia es una entidad separada del resto del cerebro que puede llevar la contraria a nuestros instintos subconscientes. Y hasta cierto punto, esto es verdad. Sin embargo, si reflexionas sobre ello, te darás cuenta de que no hay un momento inicial aislado en el que tomas una decisión completamente independiente de todo lo demás. Cada neurona involucrada en un acto consciente es estimulada por otras neuronas de la parte inconsciente del cerebro. La elección de mantener o devolver las patatas está influenciada por muchos factores acumulados a lo largo del tiempo. Incluso las decisiones que parecen espontáneas no emergen de la nada.
Entonces, ¿quién es exactamente responsable de la decisión? Estas consideraciones nos llevan a la cuestión del libre albedrío de la que he hablado varias veces en Polymatas. Si rebobinamos la historia cien veces, ¿harías siempre lo mismo? Aunque no lo podemos saber con certeza, es probable que sí. La ilusión del libre albedrío es muy poderosa porque la consciencia se explica a sí misma el motivo de sus acciones, convenciéndose de que actúa con libertad. De hecho, si alguien te pregunta por qué dejaste las patatas en la estantería, seguramente responderás algo así como “dejé las patatas porque me he comprometido con la dieta y voy a adelgazar”.
Si es la primera vez que escuchas hablar sobre estos temas, estarás confundido, y es normal. Mi intención no es confundirte todavía más, pero subamos la puja. La complejidad e impredictibilidad del cerebro humano es inabarcable. Pero además, el cerebro humano no es un ente aislado del resto del mundo. Somos seres profundamente sociales y cada palabra, idea y emoción que percibimos de otros cerebros, influye en nuestros actos y pensamientos, en el devenir del resto de nuestra vida. Esta titánica complejidad nos aboca a asumir que las fuerzas que guían nuestras vidas quedan muy lejos del alcance de nuestra conciencia o de nuestro control.
El cerebro humano es normalmente etiquetado, de forma poética, como el objeto más complejo del universo. Eagleman estima que harían falta docenas de superordenadores para igualar la capacidad de cómputo de este pequeño órgano gelatinoso que consume menos que una bombilla de 60 vatios. Sin embargo, este gran poder nos pasa totalmente desapercibido. Absortos como estamos en nuestros quehaceres diarios, olvidamos los millones de operaciones por segundo que ejecuta el cerebro para acciones cotidianas como tomar una taza de té, conducir o mantener una conversación trivial.
Al principio del resumen te hablaba sobre cómo el cerebro del bebé va evolucionando gracias a su flexibilidad y a la poda neuronal. El cerebro se adapta al medio a través del aprendizaje. Y este aprendizaje ocurre en dos fases:
La primera es la fase consciente y costosa. Por ejemplo, cuando recibí mi primera clase de tenis, no sabía qué hacer con la raqueta, me sentía completamente torpe. Marcelo, mi profesor argentino, me explicaba cómo echar hacia atrás la derecha y golpear la bola con el centro de la raqueta para que superase la red. En esos momentos la parte consciente de mi cerebro bullía de actividad, poniendo un foco absoluto en cada una de las partes del golpe, los movimientos de mi brazo, el giro de muñeca, etc. Como te puedes imaginar, los primeros días salía frustrado de la clase y no podía entender cómo hacían mis compañeros para golpear con fluidez una pequeña bola que venía a toda velocidad.
La segunda fase es inconsciente. Con el paso de los días, empecé a sentirme cada vez más cómodo y fluido golpeando a la bola. Al cabo de los meses, dejé de pensar en cómo golpearla; simplemente lo hacía. ¿Qué había ocurrido en mi cerebro? Mi parte consciente había entrenado a mi subconsciente hasta que golpear a la bola se había convertido en un proceso automático, liberando a la parte consciente para otras tareas (como pensar en la mejor estrategia para ganar el partido).
En todo proceso de aprendizaje ocurre esta transición de lo consciente a lo inconsciente. Todo músico o deportista de élite debe recorrer este camino para llegar a donde están. A veces se nos olvida, y por eso nos parecen seres extraordinarios. Según algunos hacen falta 10.000 horas para alcanzar la maestría. Esa cifra es cuestionable, pero no hay duda de que lleva mucho tiempo de un esfuerzo deliberado. ¿Qué es lo que ha ocurrido en el cerebro durante ese largo camino? Lo que ha ocurrido es que la práctica repetida ha ido reforzando las sinapsis de los circuitos neuronales que almacenan los movimientos grabando la habilidad para siempre en el cerebro.
Aquí lo importante es entender que el cerebro ha sido diseñado para convertir tareas conscientes en tareas inconscientes que se almacenan en la memoria de procedimiento para ahorrar energía y recursos. Curiosamente, una vez automatizada una tarea, si quieres realizar conscientemente, la harás peor. De hecho, puedes haber olvidado cómo llegaste a ejecutarla por primera vez. Pregúntale a un gimnasta cómo hacer el triple salto hacia atrás y es probable que te encuentres con una mirada de incomprensión.
Cuando un atleta o un pianista está absorto en su cometido, algo que ha ejecutado cientos de veces, entra en lo que un psicólogo de nombre impronunciable llamó “estado de flujo”. En dicho estado, las ondas cerebrales predominantes son las Alfa (relacionadas con la calma atenta) y las Theta (relacionadas con la meditación profunda y la intuición). En esos momentos el atleta desconecta el parloteo de su cabeza y tiene sensación de que todo fluye como debe fluir. Sin duda, todos saldríamos favorecidos entrando en estado de flujo más a menudo.
Vamos a resumir todo esto con las precisas palabras de Eagleman:
“A lo largo de nuestras vidas, nuestros cerebros se reescriben para crear circuitos dedicados a las misiones que practicamos: ya sea caminar, hacer surf, realizar malabarismos, nadar o conducir. Esta capacidad de grabar programas en la estructura del cerebro es uno de sus trucos más poderosos. Para solventar el problema de cómo llevar a cabo un movimiento complejo utilizando muy poca energía, lo que hace es grabar en el hardware el circuito dedicado a ese movimiento. Una vez impresas en el circuito del cerebro, esas habilidades pueden realizarse sin pensar, sin esfuerzo consciente, lo que libera recursos y permite que el yo consciente atienda y asimile otras tareas.”
50 LIBROS PARA COMPRENDER EL MUNDO
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¿Cómo decido?
Antiguamente se pensaba que los humanos eran seres racionales con un centro de control que tomaba decisiones. Esa era una visión simple y errónea. Ahora que sabemos mucho más sobre el órgano de la mente, hemos descubierto que dentro del cráneo sucede una lucha feroz entre distintas partes y circuitos que se quieren imponer a los otros. Volvamos al momento en el que estás frente a la bolsa de patatas en el pasillo del super. Ahí se produce un choque entre el yo que quiere saciar su apetito inmediato y el yo que quiere estar más delgado en unos meses. Este tipo de conflictos ocurren constantemente en el interior del cerebro.
Pensemos en las diferencias entre la guerra moderna y la antigua. En las Guerras del Peloponeso, atenienses y espartanos luchaban cuerpo a cuerpo con lanzas y espadas. Matar a un hombre atravesando su cabeza con una lanza implicaba la activación de unas regiones cerebrales determinadas, probablemente la amígdala (el centro del miedo y la agresión) sería una de las más activas. Compara cómo sería matar a un enemigo con tus propias manos con las muertes causadas por drones en la guerra de Ucrania. Cuando el conductor del dron aprieta el botón de disparo, en la decisión sólo participan las redes dedicadas a solucionar problemas de lógica. Algo así como si estuviera jugando a un videojuego. La frialdad con que se aborda la guerra a distancia reduce el conflicto interior, con lo que es más fácil librarla.
Como ves, ante un mismo hecho: matar a otro ser humano, el cerebro de una misma persona puede activarse de modo diferente dependiendo del contexto. Y eso puede conllevar unos resultados completamente diferentes.
“Pensar con el cuerpo” es una frase extraña. El que piensa es el cerebro, ¿verdad? ¿Pero qué me dices de esa sensación de incomodidad que te envuelve cuando alguien te está intentando timar o forzarte a tomar una decisión que no es buena para ti? No es necesario evaluar racionalmente cada situación para tomar decisiones. De hecho, generalmente ocurre lo contrario. Tomamos decisiones con el estómago y las explicamos y racionalizamos con la cabeza.
Eagleman habla en el libro sobre una mujer llamada Tammy que tiene una lesión cerebral que le impide integrar las señales procedentes de su cuerpo. Señales que le indican al resto del cerebro cuál es el estado de su cuerpo: si está hambriento, nervioso, excitado, avergonzado, sediento o alegre. En seguida uno se da cuenta de que Tammy tiene un problema a la hora de enfrentarse a las decisiones cotidianas de la vida. Aunque es capaz de listar los pros y los contras de cada elección, las situaciones más sencillas la dejan sumida en la indecisión, porque es incapaz de obtener información del resto de su cuerpo. Así puede dedicar horas a decisiones que tú o yo tomaríamos en segundos. Para llegar a una decisión, el cerebro y el cuerpo tienen que mantener una comunicación estrecha.
Como la mente consciente tiene un ancho de banda bajo, lo normal es que no tengamos acceso a las señales corporales que inclinan la balanza de las decisiones; la mayor parte de lo que ocurre en tu cuerpo, permanece oculto a tu consciencia. Sin embargo, estas señales pueden tener consecuencias de mayor alcance de lo que puedas imaginar.
Enséñale una fotografía de un cadáver a una persona y observa su reacción. Cuanto más desagrado muestre, más conservador será. Cuanto menos le desagrade, más liberal. La correlación es tan fuerte que la respuesta neuronal de una persona a una sola imagen desagradable puede predecir el resultado de su test de ideología política con una exactitud del 95%. ¿Sorprendido? Eso es porque solemos pensar que las personas eligen su ideología en base a razonamientos lógicos. Pero lo que dice la ciencia es que las ideas políticas surgen en la intersección de lo mental y lo corporal.
Ya he dicho antes que el cerebro crea un modelo interno del mundo. Ese modelo sirve para intentar predecir lo que va a ocurrir. En base a esas predicciones, toma decisiones. Es decir, con información del pasado, proyecta hacia el futuro distintos escenarios y se queda con el que mayor valor potencial le va a brindar para conseguir comida, pareja, refugio, etc. El aprendizaje no es otra cosa que el proceso de corrección de los errores de ese modelo interno. Para ello, nuestro órgano pensante utiliza principalmente un neurotransmisor llamado dopamina. ¿Cómo funciona todo esto?
Dentro del cerebro, hay un sistema pequeño y muy antiguo que tiene la tarea de actualizar cómo vemos y entendemos el mundo. Este sistema está formado por grupos de células que utilizan una sustancia química llamada dopamina para comunicarse. Imagina que la dopamina es como un mensajero que lleva información de una parte del cerebro a otra.
Cuando lo que esperamos que suceda (modelo interno) es diferente de lo que ocurre (realidad), el sistema de recompensa de la dopamina entra en acción. Funciona de esta manera: si las cosas van mejor de lo que esperábamos, el nivel de dopamina aumenta. Por otro lado, si las cosas van peor, el nivel de dopamina disminuye. Dicho de otro modo, las buenas sorpresas aumentan la dopamina, las decepciones la disminuyen.
Este cambio en los niveles de dopamina actúa como una señal para el cerebro, diciéndole que necesita reajustar sus expectativas. La dopamina provoca en nosotros una sensación de euforia, nos moviliza y nos motiva para actuar. De esta manera ayuda al cerebro a aprender de las experiencias y a hacer mejores predicciones en el futuro.
¿Le necesito?
En la cultura occidental actual, bastante individualista, a veces perdemos de vista que somos animales hipersociales que necesitamos a los demás para sobrevivir. Tanto desde el punto de vista material: una persona sóla es incapaz de producir todo lo que necesita, como desde el punto de vista psicológico; una persona aislada del mundo acaba por volverse loca. Un neurocientífico diría que nuestras neuronas necesitan a las neuronas de otros cerebros para estar sanas y ser funcionales.
Desde que nacemos nuestra mente está cableada para interactuar con los demás y prosperar en un entorno social. En un experimento con bebés, se vio que los pequeños preferían jugar con los osos de peluche que habían representado el papel de oso bueno en una obra de títeres, antes que jugar con el oso malo. No necesitamos que nadie nos explique lo que está bien o lo que está mal, al menos no a un nivel primario. Niños que todavía no son capaces de andar ni de hablar, ya son capaces de hacer juicios morales por puro instinto.
Para entender hasta qué punto es importante la relación con los demás, te contaré algo. Cuando estás hablando con una persona, sin darte ni cuenta, estás imitando sus gestos faciales de un modo muy sutil. Al imitarlos, puedes sentir lo que esa persona está sintiendo. Es la empatía funcionando.
La empatía no es sólo un proceso mental en el que una persona entiende racionalmente lo que le pasa a la otra. Si vemos que apuñalan a otra persona, casi toda la matriz cerebral del dolor se activa. Principalmente aquellas partes que intervienen en la experiencia emocional del dolor. En otras palabras, utilizamos la misma maquinaria neuronal para ver el dolor en otra persona que para sentir nuestro propio dolor. Esa es la base de la empatía. Empatizar con otra persona consiste, literalmente, en sentir su dolor. En esas situaciones llevamos a cabo una simulación de lo que sentiríamos en esa situación. Esta capacidad explica por qué las películas y las novelas resultan tan absorbentes. Aunque las protagonicen completos desconocidos o personajes inventados, experimentamos su sufrimiento y su éxtasis. Fácilmente nos convertimos en ellos, vivimos sus vidas y vemos las cosas desde su punto de vista.
¿Te has dado cuenta? Sentir empatía es sólo otra forma que tiene el cerebro para mejorar sus modelos mentales. La empatía es una habilidad muy práctica para entender qué está sintiendo la otra persona y cómo podría actuar. Es decir, nuestro cerebro es empático porque necesita predecir cómo se va a comportar la gente que nos rodea. Una persona sin empatía carece de inteligencia social y se mueve con torpeza entre sus congéneres. Como mucho puede aspirar a entender de un modo meramente racional lo que le ocurre a los demás, pero será mucho menos efectivo que una persona con empatía.
Como seguro que has comprobado alguna vez en tus propias carnes, el rechazo social duele. Duele como duele un golpe en el pie. Algunas de las zonas del cerebro que se activan durante el dolor físico se activan también cuando nos sentimos rechazados por los demás. Por eso, decirle a alguien que no se preocupe por lo que piensen los demás es como decirle que no se preocupe por el martillazo que le acaban de dar en el pie. Desde hace mucho se sabe el dolor que puede inflingir el aislamiento. Los atenienses antiguos castigaban con el exilio a quienes osaban cometer delitos graves. En las cárceles modernas, cuando un preso comete una infracción grave, se le lleva a una celda de aislamiento. Este es sin duda uno de los peores castigos que cualquier humano puede recibir.
¿Por qué duele el rechazo? Como casi siempre, las razones son evolutivas. El dolor causado por el rechazo es un mecanismo que nos mueve a integrarnos en el grupo y buscar la aceptación de los demás. Sin el grupo, sin nuestros pares, estamos desvalidos y nuestra biología lo sabe. Los humanos hemos conquistado el planeta cuando hemos cooperado en grandes grupos. Como individuos no valemos gran cosa, como especie, somos imparables.
Como ya vimos en Los peligros de la moralidad, de Pablo Malo. La empatía no siempre funciona del mismo modo y con todas las personas. Los seres humanos evolucionamos en pequeñas bandas de unas pocas decenas de personas. Fuera de ese círculo, se encontraban los extraños, personas potencialmente peligrosas. La evolución diseñó una empatía selectiva, principalmente orientada a los miembros de nuestro grupo y que excluía al resto. Por eso se puede ver a buenas personas, padres benevolentes, compañeros cariñosos, que son crueles personas de fuera de su grupo. Si además se demoniza y deshumaniza a esos extranjeros, ocurren barbaridades como el Holocausto judio o los 100 días de masacre en Ruanda. Eagleman propone que para evitar este tipo de genocidios en el futuro, debemos enseñar a los niños a ponerse en el lugar de los demás, por ejemplo, mediante juegos de roles en los que tengan que representar el papel de una persona con menos suerte en la vida que ellos.
¿Quienes seremos?
En este último capítulo el autor se sale de la tónica del resto del libro: explicar cómo funciona el cerebro, para hablarnos de algunas tecnologías que ya están ayudando a personas con discapacidades y ampliando nuestras capacidades como humanos. También se permite especular sobre qué nos deparará el futuro de la integración entre el cerebro y las nuevas tecnologías.
Ya hemos mencionado varias veces que el cerebro es plástico y que gracias a ello somos grandes aprendices. Lo sorprendente es que puede aprender nuevas habilidades bastante inesperadas. Con el debido tiempo de entrenamiento el cerebro es capaz de recoger señales eléctricas de implantes fabricados por el hombre y usarlas para su beneficio. Es decir, el cerebro aprende a interpretar esas señales que antes le eran desconocidas. Para nuestro órgano pensante acostumbrarse a estos implantes es similar a aprender un nuevo idioma. Al principio, las señales eléctricas son ininteligibles, pero con el tiempo, las redes neuronales extraen patrones de los datos que llegan. Entonces cruza esos datos con los que provienen del resto de sentidos. Si los datos que entran poseen una estructura, el cerebro la descubre, y poco a poco la información comienza a adquirir significado.
Mediante este sistema se consiguen cosas tan sorprendentes como que a través de un implante en la lengua, el cerebro construya imágenes visuales. Ver a través de la lengua parece una locura, sin embargo, no debemos olvidar que el acto de ver no consiste más que en un conjunto de señales eléctricas que se adentran en el cráneo, normalmente a través de los nervios ópticos. Sin embargo, no existe motivo alguno por el que la información no pueda entrar a través de otros nervios.
La sustitución sensorial es fabulosa para dar una nueva vida a personas con una discapacidad. Pero, ¿y si utilizáramos esta tecnología para ampliar nuestro inventario sensorial? Tal y como dice Eagleman:
“Con el interfaz de la maquinaria cerebral adecuado y una tecnología inalámbrica, no existe razón alguna por la que no pueda controlar grandes mecanismos, como una grúa o una carretilla elevadora sin cables, a distancia y con la mente, del mismo modo que, sin prestar atención, es capaz de trabajar en el jardín o tocar la guitarra.”
Y en este punto del libro el autor se pone algo filosófico:
“El cuerpo con el que llegamos a la tierra no es más que el punto de partida de la humanidad. En un futuro lejano, no sólo ampliaremos nuestro cuerpo, sino básicamente nuestra percepción del yo. A medida que adquiramos nuevas experiencias sensoriales y controlemos nuevos tipos de cuerpos, cambiaremos profundamente como individuos: nuestra sustancia física sienta las bases de cómo sentimos, cómo pensamos y quiénes somos.”
Aquí Eagleman está hablando del famoso transhumanismo, una corriente filosófica y tecnológica que promueve la mejora de la especie humana usando prótesis, biotecnología, etc.
El transhumanismo tiene una relación muy íntima con la búsqueda de la inmortalidad. Esta filosofía persigue la mejora de la especie humana, y no hay mejora más codiciada que la de alcanzar la vida eterna. Una de las vías que ya se está estudiando consistiría en volcar nuestro cerebro a un soporte digital. Si fuésemos capaces de clonar toda la información contenida en las neuronas, ¿podríamos clonar nuestro cerebro en un soporte de silicio? Y si fuese posible, ¿tendría esa réplica una consciencia?
Aquí hay dos teorías:
La primera, llamada Hipótesis Computacional del Cerebro, sostiene que la consciencia emerge de las conexiones, de la integración de una gran cantidad de información. Bajo este prisma, la consciencia podría emerger de cualquier sistema (biológico o no) lo suficientemente complejo e integrado. Eso es al menos lo que sostiene Julio Tononi en su Teoría de la Información Integrada. Si esto fuese posible, el futuro está saturado de posibilidades. Volcando nuestro cerebro a un soporte digital, podríamos vivir cualquier tipo de vida en cualquier lugar real o imaginado gracias a que los programadores podrían programar una existencia para nosotros. Para que esta simulación fuese igual a lo que experimentamos en nuestro cerebro biológico, el cerebro digital tendría que evolucionar con el tiempo, tendría que reconfigurarse mediante la experiencia para dar lugar a recuerdos y una sensación de paso del tiempo
La segunda teoría dice que para clonar la consciencia además de duplicar la información y las conexiones, deberíamos hacerlo en un medio biológico como el del cerebro. Por lo tanto, la clonación de la consciencia tendría que pasar por la clonación del cerebro.
Si algo así se llegase a realizar, ¿ese clon idéntico serías tú o sólo creería ser tú?. Bajo mi punto de vista, tendríamos dos consciencias diferentes con experiencias previas iguales y con un futuro potencialmente diferente.
Con el fin de entender mejor el cerebro humano, y por qué no, llegar a clonarlo en el futuro, desde hace tiempo se viene desarrollando el Proyecto Cerebro Humano, que pretende crear una simulación del cerebro que utilice neuronas realistas en su estructura y comportamiento. El proyecto es muy ambicioso, por lo que de momento se está intentando hacer con el cerebro de una rata.
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Somos nuestro cerebro; algunos dirían que somos únicamente nuestra consciencia. En lo más básico somos descargas eléctricas en un órgano de kilo y medio. La realidad nos es esquiva y es diferente para cada consciencia. La mayoría de lo que ocurre (o todo) escapa a nuestro control. Estos son hechos sorprendentes que Eagleman nos ha revelado en este maravilloso libro que espero que te acompañe el resto de tu vida.
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